LA LECTURA EN SU LABERINTO.
Cuenta Borges en uno de sus cuentos
que un rey de Babilonia mandó a construir alguna vez un laberinto «tan perplejo
y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que
entraban se perdían». Con la intención de burlarse, invitó un día a un rey de
Arabia, de visita por su corte, a entrar en el laberinto, del cual logró salir
luego de muchas horas de angustia, vergüenza y confusión invocando a Alá. De
regreso a su reino, el burlado monarca organizó una invasión a Babilonia,
capturó a su soberbio rey y lo llevó hasta Arabia, dejándolo en medio del
desierto, no sin antes advertirle: «en Babilonia me quisiste perder en un
laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha
tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni
puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el
paso». El derrotado rey murió de hambre y de sed luego de vagar durante días sin
hallar la salida.
A veces me pregunto en cuál de
los dos laberintos nos hallamos cuando buscamos la respuesta a la pregunta por
qué fracasamos en lograr que los niños y niñas de segundo grado de primaria
aprendan a leer y a entender lo que leen. El primero está plagado de respuestas
confusas, simplistas, parciales, sesgadas o falaces, expresadas a veces con
tanta convicción y coherencia o de un modo tan categórico que nos hacen entrar
por la puerta equivocada. El segundo está limpio de obstáculos que nos impidan
avanzar, pero no nos alcanza la visión para distinguir el punto del horizonte
hacia dónde dirigir los pasos, ni la paciencia para emprender la larga marcha
bajo un clima agobiante.
A riesgo de perderme o de
levantar pasadizos y complicaciones adicionales a los que ya existen, siento la
irresistible necesidad de ensayar mis propias explicaciones.
Comprensión
lectora ¿Un fenómeno de masas?
En primer lugar, hay que admitir
una dificultad de entrada. Se supone que los niños que terminan segundo grado de
primaria deberían estar en condiciones de leer y entender toda clase de
escritos. Esto significa poder encontrar información al inicio, al medio o al
final del texto que están leyendo, aún si estuviera escrita de manera diferente
a la pregunta que se le hace, reconociendo a la vez el orden de los hechos que
se describen. Significa también distinguir de qué clase de texto se trata y el
objetivo de su autor con sólo leer el título, sus imágenes o su forma; así como
anticipar el contenido de una imagen o texto a partir de algunas pistas,
sabiendo comprobarlo durante o después de la lectura. Significa asimismo poder
deducir el tema central de un texto y su propósito, cuál es la causa de los
sucesos que allí se mencionan, el significado de las palabras o las cualidades
de los personajes, partiendo de la información que el texto le ofrece.
Finalmente, significa poder formular una opinión sobre el texto y explicar por
qué está o no presente un determinado elemento.
La última evaluación
censal efectuada el 2011 indica que sólo un 28% de niños de esa edad en todo
el país puede hacer eso y que la cifra ya tocó el techo. Lo que me intriga es
saber cuántos adultos podrían hacerlo también. Una amiga, docente universitaria
en la cátedra de literatura, me decía hace poco al tomar nota de las
competencias lectoras demandadas para el segundo grado: «mis alumnos tienen 20
años y la mayoría no sabe leer así». Luego de casi dos décadas de docencia en
educación superior, en el nivel de posgrado, yo podría afirmar lo
mismo.
En todos los casos, estamos
tropezando con un producto de la educación escolar, que se ha esmerado en
cultivar en numerosas generaciones la capacidad de recordar y repetir textos
escritos, no de analizarlos ni de entenderlos. Peor aún, que ha elevado la
escritura a la categoría de un saber sagrado, que sólo en la perfección de su
forma lingüística y caligráfica puede salvarse de la abominación de los dioses y
la expulsión del paraíso. Como alcanzar la perfección es complicado, la mayoría
de nosotros terminados arrojados al mundo de los mortales, convencidos de que
todo lo que tenga que ver con la lengua escrita nos está vedado o, en el mejor
de los casos, restringido al nivel más simple, básico y elemental de la escala
sacra.
Naturalmente, los maestros que
deben enseñarle a leer a los niños en el nivel de habilidad que demanda el
currículo, son producto de esa misma educación. Ese solo dato nos plantea una
paradoja, que no es novedad, pero a la que no hemos prestado me parece la
suficiente atención: los docentes de hoy tienen el encargo de promover en sus
estudiantes las competencias lectoras que el sistema escolar ni la formación
profesional cultivó en ellos. ¿Tendríamos que hacer algo al
respecto?
Lo que la política educativa ha
hecho durante todos estos años es ofrecerles capacitación didáctica, es decir,
los ha informado sobre las secuencias de pasos que deben aplicar en sus aulas
para que sus niños aprendan a leer comprensivamente a consecuencia de ellos.
También les ha dado capacitación teórica, es decir, les ha dado información
lingüística sobre la escritura y el idioma. ¿Y las competencias lectoras? En
sentido estricto, los maestros por razones obvias deberían estar en el nivel 5
de la escala de PISA, es decir, en el estándar más alto de habilidad lectora.
¿Entregarles información didáctica y gramatical era el camino para que puedan
desarrollarlas? ¿Nos hemos detenido a pensar en esto?
Ahora bien, los reflectores
apuntan a los maestros no sin motivo, pero ¿No somos hijos también de la misma
educación los directores de escuela, los padres de familia, los funcionarios de
educación y hasta los formadores de maestros? ¿Significa algo el hecho de que la
sociedad adulta que vive y se mueve alrededor de las escuelas donde los niños
aprenden a leer, no lea, lea banalidades, lea poco o lea mal?
Emilia Ferreiro dice que la
escuela no alfabetiza para la vida sino para la escuela, es decir, para que los
niños puedan apenas escribir la tarea o leer los textos escolares. No se les
hace ingresar al mundo escrito para que puedan comunicarse mejor con sus
semejantes sino para que memoricen y apliquen las normas lingüísticas. Luego,
leer y escribir son cualidades que se abandonan o subordinan cuando estamos
fuera de la escuela, no tienen uso social. Me pregunto entonces, cuando hablamos
de las cinco capacidades lectoras que los niños deben lograr en segundo grado
¿Cuántos adultos fuera de la escuela entenderán lo que estamos queriendo decir y
su trascendencia? ¿Tendremos a las familias como aliadas? ¿O seguirán asociando
saber leer con la entonación fluida y melodiosa de un texto en voz alta? ¿Y
confundiendo saber escribir con copiar con buena letra y sin errores textos
producidos por otros? ¿Este otro dato será importante? ¿Tendríamos que hacer
algo al respecto?
Lectura y
escritura: un divorcio forzado
En segundo lugar, a alguien se
le ocurrió alguna vez con criterio pragmático que el aprendizaje de la lectura
podía separarse del aprendizaje de la escritura, como se acostumbraba hacer hace
miles de años en la antigua China, Sumeria, Egipto o América Central, donde se
inventaron los primeros sistemas de escritura, quizás porque era más sencillo de
medir a través de pruebas estandarizadas que la producción escrita. Luego, todos
hemos asumido sin mayor discusión que esta separación es válida y nos hemos
concentrado en enseñar a leer, perdiendo de vista cuestiones
fundamentales.
La primera es que el sistema
escolar no introduce a los niños a la lengua escrita a través de la lectura sino
de la escritura y lo hace a través de procedimientos arcaicos, pedagógicamente
opuestos a los que sustentan el aprendizaje de una lectura comprensiva. No es
ningún secreto a estas alturas que la gran mayoría de estudiantes sigue siendo
iniciado mediante la transcripción continua de letras, sílabas, palabras y
oraciones, así como de técnicas repetitivas y monótonas, que ponen más cuidado
en la forma que en el contenido, donde la gramática o la caligrafía y no la
creatividad ni la eficacia comunicativa son la medida del logro. Este tipo de
iniciación, tampoco es un secreto, está asociada a censuras constantes y
vergüenzas públicas, con su secuela de inhibiciones y fobias que convierten la
escritura en un objeto indeseable, además de mecanizaciones irreflexivas en la
técnica de escribir para copiar dictados o transcribir pizarras sin pensar ni
entender nada. En ese contexto, a los niños se les enseña a leer. ¿Este dato
será importante? ¿Tendríamos que hacer algo al respecto?
Tomado del Blog de "El rio de Parmeniudes"
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