Rendirse jamás
Micaela se graduó
de maestra con una gran ilusión, convencida de la importancia de ofrecerles a
los niños la oportunidad de aprender a través experiencias variadas y
estimulantes, donde puedan usar su criterio y tomar sus propias decisiones.
Ella nunca imaginó ni nadie le advirtió que en los Jardines Infantiles del
mundo real, todavía existían maestras convencidas de lo contrario y que hasta
podrían ser sus empleadoras. Por eso le costó mucho aceptar que era real lo que
empezaba a vivir en ese Nido, su primer centro de trabajo, cuando le ordenaron
organizar su rutina diaria en base a hojitas de aplicación. Hojitas
prefabricadas que los niños debían rellenar y colorear, aplastados en sus
sillitas, toda la santa mañana.
A la monotonía y el sinsentido de la pedagogía
que estaba obligada a seguir, en contra de sus convicciones y de todo lo que
aprendió de sus formadores en la universidad, había que sumarle el mal carácter
de su directora. Un personaje que no perdía ocasión para evidenciar y ridiculizar
los errores de sus profesoras o para presionarlas bajo amenazas a obedecerla
sin dudas ni murmuraciones. Micaela, a sus 21 años, fue advirtiendo
paulatinamente el dilema moral que tenía delante: se mantenía fiel a la
pedagogía en la que creía desafiando las reglas o se acomodaba a la situación y
hacía lo que le ordenaban. Era obvio que la primera opción podía desencadenar
conflictos, inestabilidad e incertidumbre en su vida laboral. La segunda no y,
de hecho, era la que habían elegido sus demás colegas.
Pero la muchacha ideó una astuta tercera vía:
hacer lo primero, pero simular lo segundo. Fue así como se las arregló para
emplear algunas de las fichas de rigor de vez en cuando, y enseñar a la vez con
alegría, de la forma más vivencial posible. La cuerda le duró dos años, hasta
que terminó hastiada de vivir en medio de la arbitrariedad y la indiferencia,
dos insólitas maneras de entender el ejercicio de la docencia que repudiaba con
toda su alma. Entonces renunció.
Micaela buscó, preguntó, indagó. Enseñó
algunas veces aquí y otras allá. Acumuló algunas frustraciones más, siguió
cursos de actualización, abrió los ojos a nuevos enfoques que la ratificaron en
sus certezas, así como en su rechazo a la pedagogía sedentaria y monótona que,
para su sorpresa, parecía extenderse en la educación inicial como la mancha de
petróleo en el Golfo de México. Al final consiguió un Nido donde pudo volcar
con libertad lo que aprendió, sin tener que alinearse a la fuerza a un modelo
único (y anacrónico) de desempeño profesional.
Pero el caso de
Micaela no es raro entre los maestros que se inician en la docencia. Hay una
legión de ellos engullidos por el sistema, que les plantea desde el principio
la opción de adecuarse sin chistar o morir sin misericordia. Profesores jóvenes
y a la vez necesitados, que terminan optando por el salario; y que egresaron de
sus centros de formación sin parachoques ni herramientas para enfrentar una
realidad que todos conocen, pero que nadie nunca les anticipa. Profesores
impetuosamente innovadores, a los que la política educativa debería proteger y
hasta engreír e incentivar para volverlos el fermento de cambio que se necesita
en el magisterio, pero a los que no les lanzará ningún salvavidas ni se
conmoverá con su naufragio.
Si la política educativa
no contribuye a hacer de los primeros años de ejercicio profesional una
experiencia inolvidable de creatividad e innovación, estaremos fortaleciendo en
los hechos la opción de la adaptación. Sensiblemente, Micaelas perseverantes no
abundan y no hay nadie que les siga la pista.
Luis Guerrero Ortiz
Publicado en el Blog El río de Parménides
Difundido por la Coordinadora Nacional de Radio (CNR). Reproducido por Mercedes G. Jiménez Tena
Lima, viernes 16 de julio de 2010
Publicado en el Blog El río de Parménides
Difundido por la Coordinadora Nacional de Radio (CNR). Reproducido por Mercedes G. Jiménez Tena
Lima, viernes 16 de julio de 2010
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